viernes, 8 de febrero de 2013

Felicidad.

Me dijeron, hace poco, que estas únicas tres entradas que he escrito, más que para un blog, parecen para una nota de suicidio. Probablemente quien me lo dijo tenía razón. Y, sin embargo, aunque puede que hace unos meses hubiera sido así, lo que escribo solo son reflexiones que pasan por mi cabeza de vez en cuando. 

No fue nada fácil. Tampoco puedo decir que haya tenido una vida dura, sobre todo comparándola con la de muchas personas que conozco; pero ya se sabe que cada uno tiene sus propios problemas, y no por ser menores duelen menos. Pasé unos meses complicados. Supongo que a todos nos ha pasado, sobre todo en la adolescencia, cuando parece que todo se rige por el corazón, en lugar de poner la cabeza. Si no era por un chico, era por mis amigas, o por mi familia, o por mis estudios. Pero parecía que, siempre que algo por fin iba bien, todo lo demás tenía que ir mal. No podía hacer nada para controlarlo, por mucho que me esforzase en cambiar las cosas, todo salía mal. Nada de lo que hiciera era suficiente; yo misma no era suficiente. Sería mucho más fácil mostrar la máscara de siempre, ¿no? La máscara que llevaba desde hacía años, y que siempre me había servido como consuelo cuando los demás me abandonaban. "Bueno, es porque no me conocen realmente". Bonito consuelo, aun sabiendo que lo único que pasaba era que tenía miedo de que me conociesen de verdad y, de nuevo, que eso no fuera suficiente para nadie. No obstante, por alguna razón, últimamente la máscara no funcionaba tan bien como de costumbre. Quería mostrar mi verdadero yo. "¿Y si es mejor? ¿Y si alguien llega a conocerme y entenderme? ¿Y si soy mucho más feliz de lo que soy ahora?" ¿Podría pasar aquello? Era una sucesión de preguntas constante, pero no pasaba jamás del dicho al hecho, por ese simple obstáculo, el obstáculo de siempre: el miedo. El maldito miedo que siempre me consume, el miedo a hacer las cosas mal, el miedo a fallar, el miedo a la imperfección, el miedo al abandono, el miedo a ser feliz para luego ser desgraciada. 
Sea como fuere, al final, todo llega. Nuevos horizontes. Nuevas metas se abren ante ti. Nuevas amistades. Amistades que te fallan y se van, como otras tantas, pero también amistades que, a pesar de todos los fallos, siempre están ahí cuando lo necesitas. Amistades que se convierten en algo más, en algo que sabes que será eterno, pase lo que pase. Y aprendes a confiar. Y cuando ves que otros descubren tu verdadero yo y, lejos de rechazarlo, lo aprecian mucho más de lo que apreciaron tu falsa personalidad, una chispa se enciende. Puede ser esperanza, o un vestigio de la felicidad que te espera. Una felicidad que, efectivamente, no tarda en aparecer. 

Sí, sigues despreciando muchísimas cosas de ti. Sigues despertándote y muchas mañanas odias ser como eres y desearías ser otra persona totalmente distinta. Sigues preguntándote, de vez en cuando, si todo acabará y sufrirás una dolorosa caída. Pero en el fondo sabes que, aunque haya momentos que terminen, aunque haya personas que te fallen, no volverás a ser la persona triste y escondida que una vez fuiste. Porque una mañana te levantarás y verás en el espejo que quien te dijo que tus ojos eran preciosos, tenía razón. Una noche de verano descubrirás el verdadero significado de un te quiero. Un año más tarde, mirando atrás, te darás cuenta de que has aprendido la importancia de la confianza.

Entonces, sabrás que por fin, después de tanto tiempo, eres feliz. 


miércoles, 6 de febrero de 2013

Un día más.

Alguien había encendido la luz de su habitación. Como siempre, le parecía demasiado pronto; otra noche de insomnio y de pesadillas entremezcladas con sueños extraños de los cuales apenas se acordaba al despertar. Fue hasta el baño y se miró al espejo. Otro granito inoportuno en su frente, haciendo compañía a las inevitables ojeras, dos semicírculos de color morado oscuro que ni siquiera el maquillaje lograba disimular. Se despojó de la camiseta que le servía como pijama y contempló su cuerpo en ropa interior. De nuevo esos tres kilos de más que, al parecer, no podía eliminar. Se pasó la mano por el abdomen, aunque odiaba hacerlo, y consideró, como cada mañana, la posibilidad de hacer más ejercicio. Sin embargo, últimamente le parecía más sencilla la opción de vomitar después de las comidas. Negó con la cabeza, como si quisiera borrar con ese gesto aquellos pensamientos estúpidos. Abrió el grifo de la ducha y conectó su iPod a los altavoces medio rotos que llevaban siglos en el baño, para escuchar música mientras se arreglaba. Who you are, de Jessie J, sonaba de nuevo a todo volumen. Unos golpes en la puerta; cualquiera de sus hermanos pidiendo que bajara el volumen. Decidió ignorarlo mientras tarareaba la letra de la canción, sin importarle el hecho de que no llegaba a la mitad de las notas. 
Salió de la ducha y dedicó unos minutos a tratar de desenredar su pelo enmarañado y húmedo sin demasiado éxito. Se puso unos vaqueros y una camiseta ajustada, pero en el último segundo cambió de opinión al ver su barriga. Dios, cómo la odiaba y cuánto se le notaba con aquella camiseta. Fue a su habitación, cogió una sudadera tres tallas mayores que la suya y se la puso sobre la ropa. Así estaba mejor. Volvió al baño y sacó del neceser un montón de cremas con las que trató de disimular los incontables y pequeños defectos que veía en su piel y en todo su rostro, aunque fue inútil. Una vez más, pasó casi cinco minutos frente al espejo, observándose, analizándose y deseando ser otra chica; una que no necesitara maquillaje para sentirse bien consigo misma. La perfección no existía, ella lo sabía mejor que nadie. Pero no pedía perfección... solo naturalidad. No usar una máscara para poder mostrar su cara a los demás. No usar una coraza para mostrar su personalidad. No sentir, todos los días, que ella misma era su peor enemiga. No sentir ese odio profundo a ser como era.
En realidad, lo único que pedía era sentirse bien. 
Su madre la llamaba a gritos desde la puerta de entrada. Como siempre, impuntual. Con un suspiro, se calzó sus Converse sin tener tiempo siquiera de atarse los cordones, agarró su mochila al vuelo y salió a enfrentarse al nuevo día.